viernes, 19 de noviembre de 2010

En torno a la penalización del aborto

En torno a la penalización del aborto
Por: Teresita De Barbieri*
Dos cuestiones me preocupan sobre el mantenimiento de la penalización del aborto. En primer lugar, la suerte de los niños y niñas que deben nacer a pesar de que sus madres y seguramente también sus padres, no quieren que nazcan. De ahí que me cause tanta indignación y malestar la posición intransigente de la Iglesia católica.
Empecemos por esta segunda preocupación. Las más altas autoridades de la jerarquía no se cansan de repetir del grave pecado que produce el aborto. Una y otra vez ellos expresan violentos juicios ante cualquier argumento que pueda lleva a medidas estatales para su despenalización. La prohibición es presentada como proveniente desde tiempos inmemoriales. Tanto es así, que incluso los abortos espontáneos son vividos con culpa por algunas mujeres católicas cuando deben enfrentarlos.
Sin embargo, se sabe que su antigüedad es muy reciente en la larga historia de la Iglesia. Es a partir del año 1869, bajo el papa do de Pío IX que se reglamenta la prohibición del aborto. Es cierto que en 1588 Sixto V en la bula Effrenatum dictó el “anatema” a la interrupción del embarazo. Pero, su sucesor, Gregorio XIV levantó la pena pocos años después. Las y los historiadores sostienen que hasta entonces, es decir, durante los quince primeros siglos, no existieron más que penalizaciones temporales en ciertas jurisdicciones eclesiásticas, de acuerdo con el pensar y sentir particular de cada obispo o arzobispo.
¿Por qué entonces es en la segunda mitad del siglo XIX que se produce la prohibición tan drástica y agobiante para las mujeres en edades reproductivas? Coincido con los autores que sostienen que la postura de la Iglesia tiene que ver con una cerrazón de los jerarcas eclesiásticos para entender los procesos de la transición demográfica ocurridos en Europa occidental a partir de las primeras décadas del siglo XVIII, acelerado en el transcurso del XIX y la primera mitad del XX. Proceso que en América latina y los países asiáticos ocurre en la segunda mitad del siglo XX, mientras que en África todavía está en proceso.
Hasta entonces, la vida humana era muy precaria: los y las recién nacidas tenían probabilidades bajas de sobrevivir, debido a las dificultades para la alimentación y la vulnerabilidad ante las enfermedades infecciosas. Una precariedad extrema también sufrían las parturientas ante las infecciones puerperales y los trastornos propios del embarazo y el parto. Las y los sobrevivientes, no la tenían fácil, de manera que la esperanza de vida entonces se estima en 35 a 40 años. Llegar a los 50 era ya una hazaña considerable. De ahí la veneración por los ancianos y que Jehová haya premiado la paciencia de Job con llegar a ver “a los hijos de los hijos hasta la cuarta generación” (42;17).
El proceso de alargamiento de la vida fue lento, muy lento y accidentado en sus inicios. Comenzó, según dicen los estudiosos, con el abastecimiento seguro de granos y la diversificación de las ingestas en los sectores importantes de la población. Siguió con la expansión de la separación de las aguas, es decir, las medidas de higiene pública que aseguraron la no contaminación del agua potable y el control de los espacios sucios y con desechos, el alejamiento de los cementerios así como el mejoramiento de la calidad de los hospitales y clínicas; se profundizó con el descubrimiento y empleo de vacunas y posteriormente, en el siglo XX con las sulfamidas y los antibióticos. Llegar a una esperanza de vida de 65 años llevó aproximadamente un siglo y medio en Europa, de cambios y ajustes paulatinos en distintas dimensiones de la vida de las personas.
En la medida en que las niñas y niños sobrevivían y se volvía masivo que enterraran a sus padres, las mujeres fueron descubriendo que no era necesario dar a luz tantos niños. Si antes debían tener seis, ocho o diez embarazos para que les sobrevivieran uno, dos o tres infantes, a medida que el proceso se afianzó, debieron recurrir a distintas medidas para no embarazarse y no parir más del número de hijas e hijos que consideraban conveniente. De ahí la divulgación del condón en el siglo XVIII, el coito interrumpido y la práctica cada vez más masiva del aborto.
Esta disminución del número de nacimientos alarmó a algunos dirigentes políticos en ciertos estados europeos, en momentos de expansión del militarismo y las políticas de ampliación de fronteras. A mediados del siglo XIX, todavía estaba en el imaginario la idea de Enrique IV de Francia (1589-1610): el aumento de la población aseguraba al soberano una mayor recaudación de impuestos, el aumento de la producción de bienes y más soldados para los ejércitos. Pero en los sectores populares se expandieron sentimientos de rechazo a tener y criar niños que serían irremediablemente carne de cañón para los ejércitos y fuerza de trabajo fácilmente explotable por la burguesía (Ronsin, 1980). No sólo los estratos bajos de las sociedades limitaron los nacimientos. Una encuesta realizada entre los empleados públicos alemanes, mostró que el sector con menor número de hijos era el de los empleados más altos, profesionales universitarios en su mayoría, frente a, por ejemplo, los trabajadores de correos y de intendencia (Bergmann, 1992; 48, 314).
Este es, precisamente, el ambiente en el que el Papa Pío IX decreta la prohibición del aborto. Y con él vendrán el reforzamiento de la represión a la sexualidad y el erotismo dentro del matrimonio que tan bien se expresa en la epístola Castii connubi (1930) de Pío XI.
De modo lento, el proceso por el cual la mortalidad y la fecundidad se ajustaron está prácticamente concluido en gran parte del mundo. Hemos llegado al momento en que es posible que sólo nazcan los niños y niñas deseados por sus madres y sus padres. Niños y niñas para quienes las y los adultos ponen en acción sus voluntades para crear espacios mínimos de afecto, regocijo, ternura, el calor que necesitan para partir con fuerza en la vida. Que les reconozca seres humanos dignos y con derechos plenos desde que asoman sus cabecitas fuera del cuerpo materno.
Pero la jerarquía de la Iglesia católica no da cuenta de las transformaciones significativas de la vida humana. Y con este anacronismo justifica el peregrinar de niños y niñas condenados a vivir entre el dolor, el rechazo y el abandono, y sus consecuencias de maltrato, violencia y hasta de muerte.

*Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
Bergmann, Anna (1992): Die verhütete Sexualität. Rasch und Röhrin Verlag, Hamburgo.
Pio XI (1930): Castii connubi.
Ranke-Heinemann, Uta (1988): Eunüc hen für das Himmelreich. Katolische Kirche und Sexualität. Hoffmann und Campe, Hamburgo. (Hay traducción al portugués).
Ronsin, Francis (1980): La greve des ventres. Propagande néomalthusienne et baisse de la natalité en France. 19e. Et 20e. siecle. Aubier- Mantaigne,Poitiers/Ligugé.

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